28 de julio de 2020, 199 años de independencia. Este mes de celebración nacional hemos presenciado dos debates en materia ambiental en los cuales la decisión del Estado es clave: la extensión del Terminal Portuario Paracas (TPP) en la zona de amortiguamiento de la reserva de Paracas y la ratificación del Acuerdo de Escazú. Como ambientalista peruana, este mes de patria se siente como dos bofetadas, dos crudos recordatorios de que la conservación ambiental en el Perú es un sueño, para el cual por momentos ya no sé si vale soñar. 

Siempre soñé con el Perú. Al dejar el país a los cuatro años, estudiar el Perú me permitía acercarme a él. Desde la primaria hasta mi tesis de maestría, ni bien podía escoger el tema de estudio, lo vinculaba al Perú. Durante mi carrera de ciencias ambientales, descubrí a profundidad las riquezas socioambientales del país. Como en el curso de antropología de la medicina donde recorrí los huacos mochicas para entender la historia de la leishmaniasis, o en el curso de nutrición y desarrollo donde descuarticé los beneficios económicos y de salud del desarrollo de la industria del sacha inchi. En el gran almacén peruano nunca faltó un caso de estudio.

Los estudios eventualmente me retornaron al Perú. Como investigadora de la Universidad Cayetano Heredia tuve la oportunidad de recorrer los ríos de la Amazonía peruana, las venas que nutren la biodiversidad única de nuestro país. Pude apreciar de primera mano la riqueza del conocimiento ancestral sociocultural de nuestros pueblos indígenas y la diversidad infinita de nuestros ecosistemas, especies, y recursos genéticos. Pude valorar lo que hace del Perú un país megadiverso.

En estos recorridos, sin embargo, también pude vivir en carne propia la codicia que caracteriza la gobernanza de nuestro país. En el mejor de los casos, se vestía de ‘ingeniero’ bien uniformado representando a la empresa extractiva de turno. En el peor de los casos, se cubría bajo el manto de la noche para extraer su última camionada de madera ilegal. Detrás de ambos disfraces, algún interés multinacional para alimentar el insaciable apetito del consumo globalizado.

Estos intereses alimentan la degradación ambiental en el Perú. No hay un año que pase sin conflictos socioambientales o sin que miles de hectáreas de la Amazonía sean deforestadas por actividades ilícitas. En ese sentido, los debates de este mes no son únicos, pero son únicos por lo que representan en este momento de la historia global: representan el pasado, el mundo pre-COVID 19.

En la arena global, julio del 2020 ha sido un llamado a la conservación ambiental. El 8 de julio se publicó el estudio “Proteger 30% del planeta para la naturaleza” donde 100 economistas y científicos concuerdan que los beneficios de la conservación traen cinco veces más retorno de lo que cuesta. El 14 de julio, Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial (la cumbre del capitalismo) lanzó su nuevo libro “COVID-19: El Gran Reinicio,” donde destaca que construir una economía “nature-positive” puede representar más de US$10 trillones por año antes del 2030. Por último, este 17 de julio, António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, nos dejó con las frases “No nos engañemos. El legado del colonialismo todavía reverbera. (....) Lo vemos en el sistema de comercio global. Las economías que fueron colonizadas están en mayor riesgo de encerrarse en la producción de materias primas y bienes de baja tecnología: una nueva forma de colonialismo”.

Que haya habido polémica sobre la extensión de TPP nos demuestra la falta de valorización de los servicios ecosistémicos. En vez de fortalecer un desarrollo económico regional innovador que capitaliza sobre la conservación de un ecosistema frágil mediante el ecoturismo, se está optando por un desarrollo retrógrado en base a infraestructura para el sector minero priorizando intereses globales que beneficia los bolsillos de pocos, notablemente inversionistas brasileros y españoles, versus potenciar alternativas económicas locales que velan por los intereses de las generaciones futuras.

Que exista un debate sobre el tratado de Escazú nos demuestra que preferimos reprimir a los defensores ambientales. En vez de optar por un mecanismo multilateral que permita tener mayor transparencia sobre la información ambiental y que otorgue a todo ciudadano su derecho de consulta previa, optamos por perpetuar paradigmas de represión colonial.

A escala global, el COVID-19 nos ha demostrado lo peligroso que es la depredación de la naturaleza. A escala nacional, la pandemia nos ha demostrado la debilidad del modelo de crecimiento económico por el cual el Perú ha apostado. Desde su liberación, el Perú apostó por el mismo modelo de desarrollo económico que enriqueció a sus ‘colonizadores’, cegándose que esa riqueza depende sobre la abundancia ecológica del país. Acabar con la diversidad ecológica del Perú es vaciar su caja fuerte.

Aunque me es difícil seguir soñando con el Perú, sigo haciéndolo. Sigo soñando que esa caja fuerte se puede conservar, que se puede ser un líder global ejemplar que apuesta por un desarrollo económico basado en el triple retorno, que rompa con los esquemas de crecimiento insostenible del pasado. Hagamos que esos sueños no se queden en tales. Compártanme historias de los que ya están haciendo negocio de un modo justo, ambientalmente responsable y económicamente rentable. Trabajemos para que el bicentenario nos traiga mejores augurios que nuestro legado ambiental actual.